junio 20, 2011

Cómo perder de vista a una chica en ocho pasos

Guía práctica para Dummies

Después de escuchar varios 'tucutin' en el msn, pude ver entrar a una de mis mejores amigas, quien preguntó por el Sr. Codo, el muchacho que se ha hecho mérito a este apelativo no por tener alguna cicatriz o anomalía en esta parte del brazo, sino por la adjudicación que recibe esta palabra en lo que hoy en día llamamos 'jerga'. Con el mismo arranque con que le conté a Fiore ayer y a Carlita anteayer sobre el caso del Sr. Codo,  con esa misma euforia hice réplica a Tany de lo ocurrido el lunes. Día en que se suponía sería tratada como reina.

Primera decepción del día. No me engañes con helados.
Este no fue un lunes cualquiera, era la fecha exacta para que esa persona con la que estaba saliendo me haga sentir especial, era el Día de la Mujer, y por muy poca femenina que sea, quería ser tratado como tal. Pero todo mi ánimo  fue disminuyendo a medida que iba conversando con el Sr. Codo:
-Sr. Codo: Hola chiquita
-Yo: Hola, qué haciendo
-Sr. Codo: En la chamba, pensando en ti, ¿y tú?
-Yo: ¿Sabes qué día es hoy, no?
-Sr. Codo: !Feliz día! ¿Qué vamos hacer hoy?
-Yo: mmm No sé.
-Sr. Codo: Te parece si bajas hasta el Jockey Plaza y allí te invito un heladito.
-Yo: mmm, Bueno.
¡Craso error hombres! En un día especial, no nos deben preguntar “¿qué quieres hacer?”,  ni “¿adónde vamos?”.  Acaso en sus clases de inglés no le tradujeron el famoso  'surprise'. Se trata de sorprender a la pareja, hacer algo divertido, fuera de lo común. Pero tampoco puedes decir de manera tan simplona “vamos a comer un heladito”.  Acaso no te comes un helado cuando tienes sed, cuando ves a alguien con el helado en la boca y te provoca, cuando no tienes cambio y pides un helado para tener sencillo. El helado es algo bobalicón, algo de todos los días.
Para este día escogí un atuendo diferente, no por  la estación climática, pues mi ropa iba acorde con el verano, sino por el modelito que llevaba encima, algo que él nunca me había visto puesto antes: un enterizo sexy y cómodo a la vez, lo que me permitía sentirme segura y linda.
Mientras terminaba de  embardunarme el cuerpo con mi crema de fresa de Victoria’s Secret -debo confesar que me encantan las cremas y colonias con olor a fruta. Por un lado creo que esto se debe a mi transición de niña a mujer y, por el otro, pienso que se trata de un culto sexual al olor, pues me gusta sentirme que llevo encima un jugo de frutas y que esto les atrae a los hombres cual abeja sobre su panal- sonó mi teléfono, era el Sr. Codo que desde el Jockey Plaza apuraba mi llegada.
 –“Ya estoy  saliendo”.
Le dije para calmar su impaciencia.   
Al salir me topé en la puerta de mi casa con mi amigo El Peluquero, que conversaba tranquilo con mi primo. En algún momento de mi vida (para ser más específica, cuando lo conocí, hace unos 3 años) tuve la impresión que El Peluquero era un tanto amanerado, regio él, pero amanerado. Pero luego esa idea voló de mi mente cuándo me rezó todo un rosario de amor y desamor sobre la relación con su novia, quién también cumplía el oficio de las tijeras. No me considero una persona prejuiciosa, así que por más perspicaz que su oficio pueda parecer, le creí cuando me hablaba de su pareja como una chica.
El Peluquero que meses atrás me había desgraciado la vida haciéndome un horrendo cerquillo que mataba la alegría de mi cara y a cambio le daba un tono de seriedad y de aire a Morticia, se despidió rápidamente de mi primo y enrumbó la huída junto a mí. En el camino me iba contando brevemente sobre cómo es que el día anterior había estado constipado, y todos en el trabajo  lo notaron, aprovechándose de esto para tomarse un día con su susodicha enamorada, haciendo creer a todos que estaba enfermo. “La típica”, pensé.

A medida que caminábamos, sentía que los pasos eran literalmente lentos  y el tiempo pasaba volando, como ya estaba bastante retrasa apuramos el paso, mientras que escuchaba de boca del Peluquero  una ligera curva en su historia del corazón. Una onda cuyo punto de cambio no eran el declive, sino todo lo contrario, un súbito incremento de amor. Parecía que las cosas en su relación estaban marchando bastante bien. Cuando iba a desmembrar los últimos capítulos de su idílico amor irrumpió la voz aguardentosa del cobrador de la 45, la combi que me llevaría a darme la decepción más fea del día.

Segunda decepción del día. Ilusa yo.
Después de 25 minutos llegué al centro comercial citado y caminé hacia unos pubs que están fuera de la Universidad de Lima.  En seguida  llegó el Sr. Codo en su mi Mini Cooper. Me subí al carro en el acto. Cruzamos unas cuadras y llegamos a un Starbucks, pues se me había antojado fumarme un cigarro, y sí me iba a comer un simple  ‘heladito’, debía ser en un lugar digno. Pero al llegar pudimos observar que no habían sillas, sillones, o muebles disponibles, todo estaba lleno. Al costado del Starbucks había un Friday’s (un lugar para tomar deliciosos tragos y charlar cómodamente). “Bingo”, dije para mis adentros, porque pensé que me ofrecería entrar allí. ¡Jamás lo hizo! El Sr. Codo se hizo el desentendido, el de la vista gorda. Así que me tocó decir “vamos a buscar otro Starbucks”. 

Tercera decepción del día. Empieza lo bueno, o mejor dicho, lo malo.
Así fue como por fin llegamos al Starbucks que queda frente al Centro Comercial El Polo. En lugar de escuchar un “por fin llegamos” o “que bonito es este local” (porque lo es), el Sr. Codo quiso advertirme concretamente de su estado económico con la siguiente frase: “pucha, no tengo mucha plata”. Yo no aguanté más y de forma casi mecánica respondí: “yo tampoco” (por supuesto que tenía dinero, pero no pretenderán que yo pague mi helado en mi día, cuando se suponía el chico me había invitado).

Cuarta decepción del día. Sin palabras.
A continuación, uno de los comentarios más desagradables, ridículos y miserables que he escuchado en mi vida:
- Sr. Codo: “Entonces, ¿qué hacemos?, ¿Nos comeremos unos caramelitos adentro?”.

En ese momento sentí como la sangre me subía hasta la cara, la cólera ya me estaba tirando la puerta abajo. Preferí tomar una gran bocanada de aire  -a ver si con el aire llenaba mi estómago, pues supuse que lo que comería sería sólo un helado enano-  y quise pensar que lo del “caramelito” lo había dicho de broma.
Rápidamente me di cuenta que lo que había dicho tenía mucho de cierto, pues el único pedido que hizo en la noche fue un Frapuchino, y cómo excusándose de no pedir nada para él, hizo una acotación aparentemente hogareña, pero más bien con un trasfondo bastante tacaño:  “en mi casa me está esperando una rica sopita”.
Quinta decepción del día.
¿Han escuchado la frase,  “le saca el juego a tu comida”?
Prendí un cigarro, a ver si así olvidaba a la bestia que tenía al lado, pero creo que el efecto fue totalmente adverso, ya que al tener el ‘puchito’ entre los dedos le daba tiempo para que él devore mi helado. Cuando me di cuenta de ello, ya había terminado de fumar así que tuve las manos desocupadas para quitarle el famoso helado hecho con café, y la boca vacía para probarlo. Aún no había dado ni tres absorbidas, cuando el Sr. Codo me quitó el helado para poner la cañita en sus labios y acabar de sacar el último céntimo de I.G.V. a su seudoinvitación.

Sexta decepción del día. No hay peor ciego que un tacaño.
Saliendo del Starbucks, tanta era mi contrariedad después de lo ocurrido que el Sr. Codo lo notó en mis gestos y tuvo la conchudeza de preguntarme:
- “¿qué tienes?” (Es que a veces hay personas tan faltas de tino que no tienen ni un mínimo de criterio para darse cuenta que la han cagado).
-  “Nada”, le respondí.
Pero claro, ya es bastante conocido el lenguaje femenino. Cuando decimos que no tenemos nada, es porque de verdad tenemos mucho por escupir.

Sétima decepción del día. No engañes con tu falsa voluntad.
No sé como acepté ir a su casa. Si lo sé. Pensé que ver una pela de “miedo” sería más terrorífico que lo que había pasado.  Pero antes de pasar por su casa, prometió comprar  ‘pop corn’, pues estaba claro que el Frapuchino no me había llenado ni un carajo. Aproveché que entramos  un Supermercado Metro abierto para hacer mis compras de la semana, que consistían en un yogurt, queso y galletas integrales para mi desayuno, y verduras y carnes frescas para mi almuerzo. Al pasar por caja, como era de esperarse, la señorita que nos atendió juntó todos los alimentos,  incluidas las palomitas de maíz (traducción lorcha de 'pop corn'), haciendo de ello un solo recibo. El Sr. Codo hizo la ‘finta’ de querer pagar el pop corn, pero a mí resultó tan ridículo separar esas dos cuentas, que le dije: “yo lo pago”, y él sin insistir encogió su mano para guardar su billete. La canchita, que por cierto él la eligió y fue una mala elección, resultó un fiasco. Jamás reventó por completo y el supuesto queso en polvo que traía en su empaque lucía como un pedazo de ladrillo hecho polvo, 100% colorante.

Octava decepción del día. Haragán
Pero  el  Sr. Codo no tenía límite para su mal comportamiento. Parecía  que se había  propuesto joderme la noche, pues ante mi hambre, le pedí que me invite algo, y lo que recibí fue el famoso “pan con soledad”, en ese momento me acordé de Valentín Paniagua (no lo digo por un gobierno de escasez, sino  por el apellido). Un pan vacío, sin nada dentro,  un pan hueco. Cuándo le dije que le ponga el “alguito más”,  me contestó de forma grosera:
-  “Abre la refri y sírvete”.
Por supuesto que la abrí, pero no la refri, sino la puerta de su casa para largarme de ahí y no  volver nunca más.

                                                                          

mayo 20, 2011

Mentenovela

Dicen que “recordar es vivir”. Mi lema va por ese camino, pero de alguna manera se retuerce en un sendero de ingeniería de forma conveniente, ya que para mí “imaginar es vivir”.
No sé ustedes, pero en la adolescencia yo solía inventar historias de amor apenas conocía a alguien que dentro del poco tiempo de conversar con él,  lograba verle algo interesante, con algún futuro para formalizar un amorío. Y es que claro, por aquella época yo adolecía de un romance, era inexperta, con sueños de niña boba, enamorándome a cada instante de alguien diferente.
Dependiendo de lo poco que yo podía intuir de aquella persona supuestamente interesante, es que empezaba a armar en mi cabeza mi novela de amor, en la que yo era la actriz principal, sin libretos que aprender, ni directores que seguir. Mi mente era mi mejor aliada, y por aquella época se convirtió en una especie de locomotora que creaba sin cesar, y a medida que erigía mis pensamientos, mi mente dejaba de estar en blanco para que en ella se apoderen hermosos escenarios.
Un día yo podía irme a la playa sin salir de mi cuarto. Entonces al compás de la música de Martha Sánchez todo se convertía en “Arena y Sol”. En ese momento empezaba el coqueteo con el susodicho.
Recuerdo que ni en mis sueños me entregaba rápido al encuentro de sus labios, me gustaba hacer de la espera, el ingrediente principal del rico plato de la seducción.
De repente mis pensamientos se iban apoderando de mí. Pues en el aula de clases ya no podía concentrarme. Terminaba por mirar el reloj agotada, esperando que acabase la clase. Y como mi desesperación por crear podía más que mi fidelidad a las matemáticas del momento, dictadas por una maestra que ni ahora ni después recordaré su nombre, terminaba dándole continuidad a mis fantasías creadas el día anterior. De tal manera, que de verdad lo pensado se convertía en una mentenovela. Y de las buenas. De aquellas brasileras en las que puedes encontrar personajes redondos, es decir, aquellos que se van desarrollando a lo largo de la historia, donde el malo no siempre termina siendo malo, ni yo terminaba siendo del todo inocente.
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A medida que uno va creciendo va dejando este tipo de pavadas de lado. Dejas de soñar, dejas de creer, y a veces, incluso, dejas de sentir.  Y en mi caso, dejé de desear.
Sin embargo, hace dos días retrocedí unos 8 años, y me sentí chibola otra vez.
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Era miércoles. Día de clases de un cursillo que estoy llevando para alimentar mi frágil cerebro. Había quedado con un amigo en que iría a visitarlo para que me instale un programa de diseño gráfico, pues se me ha metido entre ceja y ceja aprender de una vez por todas a diseñar, al menos de forma básica. Pero diseñar. Entre el tráfico de la hora punta y mi metida de pata al tomar un bus que me llevó a 2 de Mayo del Centro de Lima, y no al de San Isidro como esperaba, llegué tarde a clases. Para ser más específica, alcancé sólo la segunda hora.
Cuando todos estaban en el coffee break aproveché para dejar mis cosas en el lugar en el que acostumbro sentarme, y así darles el alcance a mis amigos en los piqueos, sin que la coordinadora note mi tardanza. Mientras subía las escaleras del salón, vi que un tipo enternado entraba al aula y me miró haciéndome una seña de saludo, a la que yo respondí sin darle mucha importancia, pues él no me pareció cosa del otro mundo, y además, estaba concentrada en los pedidos que mi estómago ordenaba, comida. Objetivo que no pude alcanzar, ya que al regresar ir break no encontré ni un solo mini pan, ni un dulcecito. Sólo la fila de gaseosas que tanto detesto.
Con hambre regresé al salón y al sentarme, grande fue mi sorpresa al ver que la persona que minutos antes me había saludado, se erguía ante la clase como profesor. Resultó algo inusual en la casa de estudios a la que asisto, ya que la mayoría de los profesores son, como decirlo, los típicos maestros “buenitos”, llenos de ética hasta los pulmones. En su mayoría, cuarentones, no por “solteros maduros, maricones seguros”, sino por que bordean esa edad.
Pero este profe tenía un aire diferente a los demás. Vestía un pantalón color plata bien ubicado a la cintura, ya que en mi programa de estudios no faltan esos profesores que llevan el pantalón hasta el pecho. Su camisa morada a rayas, estaba remangada, dándole un look bastante relajado. Un reloj de acero inoxidable se dejaba ver cada vez que alzaba la muñeca para graficar el vasto número de ONGs que hay en Perú. Al verlo ahí parado, lo vi sumamente sexy.
Al escucharlo hablar, noté rápidamente sus amplios conocimientos en la materia, y daba la casualidad, que el ámbito de la Responsabilidad Social en una empresa –contenido dictado por él, en la única clase dictada por él- es un tema que a mí me encanta, y sobre el que me gustaría trabajar. Pero había algo más en él que me llamaba la atención. Y no era exactamente el físico. Pues si bien es cierto era delgado, sin la típica panza ecológica (que le da sombra a su pajarito) con que cargan la mayoría de los caballeros a su edad, su estatura de 1.70 aproximadamente, junto con la zona despoblada de cabello en la parte trasera de su cabeza, cantaba a voces una ligera resta de puntos.
Era una mezcla de muchas cosas lo que me atrajo de él, entre ellos, sus ademanes. Como la forma dubitativa de cogerse la barbilla, o la manera galante de meterse las manos en los bolsillos. O mejor aún, el modo cachaciento en que puso en aprietos a mis compañeras, para hacerlas caer en sus intervenciones, pero siempre acompañado de la coquetería que parecía ser innata en él.
De repente lo vi sonreír, y en seguida me puse nerviosa. No tanto porque parte del momento en que sonrió me miró, sino porque pude ver que los dos dientes principales, los del frente, mostraban un ligero espacio uno del otro. Lo que es sinónimo -según lo que alguna vez me dijo un amigo, gurú en el sexo- de persona ardiente en la cama. En el acto me sentí afiebrada, con mucho calor. Mi mente había empezado a trabajar.
La clase se redujo a dos personas: él y yo. Ya no estábamos más en el salón de clases, sino en la playa (¿será que tengo un fetichismo con las playas?), caminando descalzos bajo la tenue luz de la luna. Él me miraba y me susurraba con su voz sexy al oído, mientras me mordisqueaba la oreja. Entonces me besó, y  a medida que me iba erizando me iba excitando. Cuando estuvimos a punto de caer en la arena para por fin conocernos bajo nuestras prendas, sonó mi celular. Era mi alarma que avisaba mi huída inmediata para tomar el bus que me llevaría a Ica.
Desperté contrariada de mi imaginario y metí todas las cosas a mi mochila. Noté que él se había percatado de esto. Aproveché que apagó la luz para poner a andar un video sobre la prestigiosa empresa en la que trabaja, en la cual tiene una jefatura, y con mochila al hombro empecé a descender entre las escaleras. Mientras lo hacía, él volteó para mirarme. Al pasar por su costado le dije tímidamente: “chau”. Y él respondió lo mismo en voz bajita y en tono coqueto. Supe que nunca más volvería a verlo. La única oportunidad de acercarme a él en la vida real había sido desperdiciada en un mundo subreal.


 

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