mayo 20, 2011

Mentenovela

Dicen que “recordar es vivir”. Mi lema va por ese camino, pero de alguna manera se retuerce en un sendero de ingeniería de forma conveniente, ya que para mí “imaginar es vivir”.
No sé ustedes, pero en la adolescencia yo solía inventar historias de amor apenas conocía a alguien que dentro del poco tiempo de conversar con él,  lograba verle algo interesante, con algún futuro para formalizar un amorío. Y es que claro, por aquella época yo adolecía de un romance, era inexperta, con sueños de niña boba, enamorándome a cada instante de alguien diferente.
Dependiendo de lo poco que yo podía intuir de aquella persona supuestamente interesante, es que empezaba a armar en mi cabeza mi novela de amor, en la que yo era la actriz principal, sin libretos que aprender, ni directores que seguir. Mi mente era mi mejor aliada, y por aquella época se convirtió en una especie de locomotora que creaba sin cesar, y a medida que erigía mis pensamientos, mi mente dejaba de estar en blanco para que en ella se apoderen hermosos escenarios.
Un día yo podía irme a la playa sin salir de mi cuarto. Entonces al compás de la música de Martha Sánchez todo se convertía en “Arena y Sol”. En ese momento empezaba el coqueteo con el susodicho.
Recuerdo que ni en mis sueños me entregaba rápido al encuentro de sus labios, me gustaba hacer de la espera, el ingrediente principal del rico plato de la seducción.
De repente mis pensamientos se iban apoderando de mí. Pues en el aula de clases ya no podía concentrarme. Terminaba por mirar el reloj agotada, esperando que acabase la clase. Y como mi desesperación por crear podía más que mi fidelidad a las matemáticas del momento, dictadas por una maestra que ni ahora ni después recordaré su nombre, terminaba dándole continuidad a mis fantasías creadas el día anterior. De tal manera, que de verdad lo pensado se convertía en una mentenovela. Y de las buenas. De aquellas brasileras en las que puedes encontrar personajes redondos, es decir, aquellos que se van desarrollando a lo largo de la historia, donde el malo no siempre termina siendo malo, ni yo terminaba siendo del todo inocente.
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A medida que uno va creciendo va dejando este tipo de pavadas de lado. Dejas de soñar, dejas de creer, y a veces, incluso, dejas de sentir.  Y en mi caso, dejé de desear.
Sin embargo, hace dos días retrocedí unos 8 años, y me sentí chibola otra vez.
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Era miércoles. Día de clases de un cursillo que estoy llevando para alimentar mi frágil cerebro. Había quedado con un amigo en que iría a visitarlo para que me instale un programa de diseño gráfico, pues se me ha metido entre ceja y ceja aprender de una vez por todas a diseñar, al menos de forma básica. Pero diseñar. Entre el tráfico de la hora punta y mi metida de pata al tomar un bus que me llevó a 2 de Mayo del Centro de Lima, y no al de San Isidro como esperaba, llegué tarde a clases. Para ser más específica, alcancé sólo la segunda hora.
Cuando todos estaban en el coffee break aproveché para dejar mis cosas en el lugar en el que acostumbro sentarme, y así darles el alcance a mis amigos en los piqueos, sin que la coordinadora note mi tardanza. Mientras subía las escaleras del salón, vi que un tipo enternado entraba al aula y me miró haciéndome una seña de saludo, a la que yo respondí sin darle mucha importancia, pues él no me pareció cosa del otro mundo, y además, estaba concentrada en los pedidos que mi estómago ordenaba, comida. Objetivo que no pude alcanzar, ya que al regresar ir break no encontré ni un solo mini pan, ni un dulcecito. Sólo la fila de gaseosas que tanto detesto.
Con hambre regresé al salón y al sentarme, grande fue mi sorpresa al ver que la persona que minutos antes me había saludado, se erguía ante la clase como profesor. Resultó algo inusual en la casa de estudios a la que asisto, ya que la mayoría de los profesores son, como decirlo, los típicos maestros “buenitos”, llenos de ética hasta los pulmones. En su mayoría, cuarentones, no por “solteros maduros, maricones seguros”, sino por que bordean esa edad.
Pero este profe tenía un aire diferente a los demás. Vestía un pantalón color plata bien ubicado a la cintura, ya que en mi programa de estudios no faltan esos profesores que llevan el pantalón hasta el pecho. Su camisa morada a rayas, estaba remangada, dándole un look bastante relajado. Un reloj de acero inoxidable se dejaba ver cada vez que alzaba la muñeca para graficar el vasto número de ONGs que hay en Perú. Al verlo ahí parado, lo vi sumamente sexy.
Al escucharlo hablar, noté rápidamente sus amplios conocimientos en la materia, y daba la casualidad, que el ámbito de la Responsabilidad Social en una empresa –contenido dictado por él, en la única clase dictada por él- es un tema que a mí me encanta, y sobre el que me gustaría trabajar. Pero había algo más en él que me llamaba la atención. Y no era exactamente el físico. Pues si bien es cierto era delgado, sin la típica panza ecológica (que le da sombra a su pajarito) con que cargan la mayoría de los caballeros a su edad, su estatura de 1.70 aproximadamente, junto con la zona despoblada de cabello en la parte trasera de su cabeza, cantaba a voces una ligera resta de puntos.
Era una mezcla de muchas cosas lo que me atrajo de él, entre ellos, sus ademanes. Como la forma dubitativa de cogerse la barbilla, o la manera galante de meterse las manos en los bolsillos. O mejor aún, el modo cachaciento en que puso en aprietos a mis compañeras, para hacerlas caer en sus intervenciones, pero siempre acompañado de la coquetería que parecía ser innata en él.
De repente lo vi sonreír, y en seguida me puse nerviosa. No tanto porque parte del momento en que sonrió me miró, sino porque pude ver que los dos dientes principales, los del frente, mostraban un ligero espacio uno del otro. Lo que es sinónimo -según lo que alguna vez me dijo un amigo, gurú en el sexo- de persona ardiente en la cama. En el acto me sentí afiebrada, con mucho calor. Mi mente había empezado a trabajar.
La clase se redujo a dos personas: él y yo. Ya no estábamos más en el salón de clases, sino en la playa (¿será que tengo un fetichismo con las playas?), caminando descalzos bajo la tenue luz de la luna. Él me miraba y me susurraba con su voz sexy al oído, mientras me mordisqueaba la oreja. Entonces me besó, y  a medida que me iba erizando me iba excitando. Cuando estuvimos a punto de caer en la arena para por fin conocernos bajo nuestras prendas, sonó mi celular. Era mi alarma que avisaba mi huída inmediata para tomar el bus que me llevaría a Ica.
Desperté contrariada de mi imaginario y metí todas las cosas a mi mochila. Noté que él se había percatado de esto. Aproveché que apagó la luz para poner a andar un video sobre la prestigiosa empresa en la que trabaja, en la cual tiene una jefatura, y con mochila al hombro empecé a descender entre las escaleras. Mientras lo hacía, él volteó para mirarme. Al pasar por su costado le dije tímidamente: “chau”. Y él respondió lo mismo en voz bajita y en tono coqueto. Supe que nunca más volvería a verlo. La única oportunidad de acercarme a él en la vida real había sido desperdiciada en un mundo subreal.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

GENIAL LO ADORO, PERO TODOS TEMIAMOS QUE TERMINE ASI, EN FIN ESPEREMOS QUE LA PROXIMA TENGA UN FINAL FELIZ, O POR LO MENOS HUMEDO

Anónimo dijo...

buen post!

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